“Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.”
Yo podría haber ido a una escuela donde no se enseñaran dos lenguas extranjeras, y así no hubiera descubierto desde pequeña mi afición por aprender los idiomas. No habría estudiado filología, ni habría empezado a trabajar desde muy joven con personas de todo el mundo. Así, no habría aprendido a valorar la riqueza cultural de nuestro mundo.
Y no hubiera llegado a ese día donde enseñar un idioma se convierte, a veces, en tener que ver situaciones lingüísticas complejas, extrañas y difíciles de comprender.
Hay personas que, hoy en día, no tienen derecho a aprender la lengua materna de sus padres, o lo hacen arriesgando su existencia.
Hay personas que, aun dominando la lengua materna de sus padres a la perfección, se niegan a usarla en su vida diaria por motivos como la falta de prestigio, el miedo a ser rechazados o la negación de sus propias raíces.
Hay madres y padres que consideran dañino para el desarrollo de sus hijos enseñarles varios idiomas, aunque sean los de sus familias o de su entorno.
Hay madres y padres que obligan a sus hijos a aprender varios idiomas desde muy pequeños en largas y aburridas actividades extraescolares, aunque no tengan ningún vínculo emocional con esas lenguas, creyendo que así el futuro de sus hijos será mejor.
Hay políglotas que, a través del conocimiento de los idiomas, contribuyen al entendimiento entre las personas de diferentes culturas.
Hay personas que, dominando una sola lengua, viajan por los países esperando de manera prepotente que puedan comunicarse en ella en cualquier rincón del mundo.
Hay personas que dominan muy bien varias lenguas, sin haber vivido nunca fuera de su país.
Hay personas que llevan media vida viviendo en un país extranjero y, aun así, no ven motivos suficientes para aprender el idioma del lugar donde viven.
Hay lugares, como escuelas, empresas o instituciones, donde se prohíbe usar una lengua u otra, incluso en la comunicación informal, por no ser la oficial de ese lugar.
Hay empresas con grandes presupuestos para enseñar idiomas a sus empleados, y aun así la asistencia a los cursos es inferior al 20%.
Hay empleados que desean aprender idiomas, pero sus empresas no ven ninguna necesidad de aportar ese valor a la sociedad.
Hay países que promueven el plurilingüismo porque es la realidad de ese lugar.
Hay países que imponen políticas lingüísticas opresivas porque consideran que una lengua puede suponer un peligro.
Hay profesores de idiomas que intentan dar una respuesta a esta complejidad lingüística, adaptando sus enseñanzas a ella.
Hay profesores de idiomas que lo convierten todo en una ludoteca permanente, transformándolo en una diversión infinita, pero sin ningún aprendizaje profundo y duradero.
La comunicación es quizás más sencilla que todo eso. El objetivo es entendernos. En realidad, no hay lenguas mejores y peores. Los intentos de dar un valor material o incluso monetario a un idioma muchas veces no tienen sentido.
El valor de un idioma es muy subjetivo. Puedo hablar inglés a la perfección, pero si vivo en un lugar donde pocas personas lo dominan, no me aportará mucho valor. Puedo aprender una lengua hablada por menos personas, pero si vivo en un lugar donde se habla, aportará mucho más a la calidad de mi vida.
Y también podemos aprender un idioma simplemente porque nos apetece, porque es bonito y aporta muchas más ventajas que no son solo lingüísticas.
Ahora que ha llegado el septiembre y muchas personas vuelven a tomar decisiones relacionadas con el aprendizaje de idiomas, os deseo que todas sean acertadas.
* Es una cita del libro “El camino” de Miguel Delibes